Muchas veces uno no se da ni cuenta cómo termina teniendo unas conversaciones intensísimas cuando la idea original era ir al cine. Y es que parece que nuestra mente es capaz de divagar de tal forma que navega de un mar a otro sin importar las tormentas que genere en el camino. Nos juntamos para ver algo, cualquier cosa… Pero llegamos tarde, las salas ya habían comenzado hace más de treinta minutos y con un nivel de desgano no menor, cambiamos la butaca por una silla en un bar perdido y el paquete de palomitas de maíz por una michelada. No tan malo el trueque después de todo.
Ambos hemos vivido fuera muchos años. Y ambos estamos reencontrándonos con las calles de Providencia, con sus plátanos orientales por doquier, cantantes improvisados en todas las esquinas y el aire frío que cae todas las noches, y que te tienta a salir por ahí. ¿Viste La Elegancia del Erizo? Creo que esa fue la pregunta inocente con la que partió nuestro tsunami mental.
Y claro. Yo la había visto en el cine; él la había leído. Lo notable del tema, es que periplo por otras tierras nos hizo generar la misma lectura, y por desborde, la misma angustia propia de los locos que se dan cuenta de que parte de su locura no tiene cura. La Elegancia del Erizo habla de aprender a vivir cada momento con intensidad y sin miedos. A atreverse a vivir, atreverse a sentir, atreverse amar.
¿Por qué alejarse de aquello que anhela nuestra alma y que nos grita que quiere? Tenemos la mala costumbre de ponerle un conserje a nuestros sentimientos. Un “alguien” llamado “mente” que decide qué es bueno sentir y qué no; qué es correcto y moralmente adecuado y qué es un acto de locura propia de los irremediablemente locos.
Es cliché; pero si la vida es un regalo, el amor es un milagro. ¿Por qué desperdiciarlo burdamente? Nuestra alma se viste de erizo: se pone espinas por fuera y por dentro se derrite y hace un esfuerzo inmenso por no desvanecerse.
No sabemos caminar por la vida ligeros de equipaje. Cuando se vive fuera, aprendemos a estar con todos nuestros sentidos abiertos, porque nos podemos perder de una señal, una pista para entender mejor la tierra que recorremos. Pero cuando llegamos a casa, parece que todos apagamos esos sentidos y los encadenamos para que no molesten. Comenzamos a coleccionar piedras y las llevamos en los hombros fingiendo liviandad.
Nos perdemos tanto y tantos… Nos perdemos de la compañía de quienes amamos dándonos mil excusas de por qué no es el momento correcto. Nos perdemos de nuestro tiempo solos, porque pensamos que rodeados de gente estaremos más anestesiados y lo que sea que nos pasa, no dolerá tanto. Pensamos mucho y sentimos poco.
Caminar ligeros de equipaje es asumir que podemos ser extranjeros en nuestro propio mundo; que tenemos derecho a sorprendernos; que debemos perder el miedo a vivir y a sentir, porque si no, nadie va a conocer el alma de uno, y nos verán sólo como erizos, el agua salada pegada al cuerpo y carentes de toda elegancia…
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