Con el ceño fruncido y sin perder la calidez de sus palabras, mi hermana me miró y con la ternura que siempre ha tenido hacia mí, me lo dijo: “las decisiones generan pérdidas, todas y sin excepción”. Santa verdad. Se “supone” que cualquiera que ha vivido dando vueltas por terruños lo sabe. Te montas a un avión, y dejas – es decir, pierdes…- las miradas de tus amigos, la calidez de las calles que conoces, tus plantas y hasta el sueño tranquilo de saber, a ciencia cierta, dónde es que te vas a despertar.
Esas lejanías son duras, pero en la cuota de locura propia de quienes nos hemos desamarrado y volado, está la capacidad de cerrar los ojos y estar nuevamente en ese lugar; tus sentidos giran con rapidez y de pronto puedes oler la masa de una arepa, o sentir el calor de un caldo tlalpeño; imaginarte en la arena blanca del mar venezolano o la lluvia en la cara que te dejan las calles de Bogotá. Uno desarrolla un instinto de sobrevivencia nuevo: el recuerdo.
En estos días, me está tocando aprender un tipo de pérdida que había olvidado existía. Sin ánimo de develar que uno se acerca a pasos agigantados a la mitad de la vida, han pasado casi diez veranos que no sentía esa sensación de ahogo; el no poder respirar profundo porque algo te desgarra tanto por dentro que pierdes el ritmo normal con el que los pulmones inspiran y espiran... Y es que en las pérdidas provocadas por la lejanía de la tierra, había algo que podía traer conmigo. Siempre podía guardar el instinto del recuerdo en la maleta y tomar el frasquito cuando la nostalgia me estuviera ganando una tarde. De vez en cuando lo hago.
Pero cuando las pérdidas son del alma, el desangre es lapidario. Y es ahí cuando toca hacer un llamado desesperado a la cordura, pues el instinto del recuerdo que habías usado toda la vida, de cambio en cambio, es tu peor enemigo. Un alma poco domesticada como la mía (eso ha sido otro de los recientes descubrimientos sobre mi misma…) no teme a querer, y se lanza al vacío en un acto pseudo-suicida sin medir las consecuencias.
¿Y entonces? Pues entre lagrimón y suspiro, recordé que para las pérdidas del alma, lo único que sirve es la humildad. Humildad con la vida, que te quita lo que adoras porque sabe que no es tuyo. Saint-Exupéry lo dijo muy bien en El Principito: "Es tan misterioso el país de las lágrimas..." Y para ese misterio no queda más que asumir que no sabemos; que si no podemos amar ahorita, es porque no nos corresponde hacerlo. La decisión de la vida es sagrada.
Hace unos momentos, me senté con mi alma a conversar, y le dije: “Ahora no te entiendo, ahora me dueles. Hagamos un trato…” Y recordando al Principito, le supliqué: "Si yo te domestico, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Para mí, tú serás el alma más sabia del mundo. Para ti, yo seré única en el mundo que no te cuestiona..."
¿Me habrá escuchado...?
¿Me habrá escuchado...?
Sin palabras, y lo más probables es que si te haya escuchado...por lo menos la mía lo hizo.
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