Henri-Louis Bergson lo dijo con mucha claridad: toda risa necesita un eco. Y como los niños que gritan bajo una cúpula y se silencian para escuchar cómo se devuelve su voz, soy el eco de una sonrisa que descubrí hace muchos años.
A veces cuando me río, me da la sensación de que no es mi risa sino la de él. Que el reflejo de los ojos y la forma de torcer los labios no es realmente propia, sino una apropiación ilícita de los movimientos de su boca mientras ríe.
¿Quieren saber cómo es? Ese milagro se hace así...
Primero su rostro baja, sus ojos apuntan a tus ojos y ves cómo se escapa una arruga a los costados cuando se medio cierran como queriendo afinar la vista. Entonces se separan levemente los labios, casi en signo de sorpresa sin aún sonreír del todo. Se mueve (siempre) hacia atrás y es entonces se ilumina y suelta la carcajada. Sin excepción cierra inmediatamente los labios y los mojaba, en un gesto anticuado de aprobación.
Quizás lo más irónico de todo, es que hace muchos años que no veo esa sonrisa. Sólo soy su eco. Esa boca y esos ojos me enseñaron a abrir el alma al arrebato repentino de alegría, a la risa irónica y ácida, a la dulzura de un gesto de los labios. Por ese regalo tan bello le entregué mis primeras líneas en forma de papelitos que colaba en su billetera.
Hay una fórmula importante en todo esto: la sonrisa, y el recuerdo de su génesis, son parte de la nomenclatura de mi tierra; un trocito del puzzle que estoy tratando de rearmar en el regreso a casa.
Al recordar la locura de su sonrisa, y anhelar que el tiempo me regale la complicidad de muchas más, me doy cuenta que lo de loca y desamarrada no es de ahorita, sino que se veía gestando hace muchos, muchos años. Brindo por el que me enseñó a reír, y suplico para arriba que nunca se me olvide cómo hacerlo.
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