Hablamos tanto de estar conectados con nuestros sentidos; de vivir la vida abrazándola, no sólo rozar con pudor su superficie. Y sin embargo, de pronto pasa algo que nos remece y nos damos cuenta que a pesar de todos nuestros esfuerzos y declaraciones de buena voluntad, nos queda ese miedo, escondido en un recoveco del alma. Simplemente no queremos pasarla mal.
Estaba dándole vueltas a esto (una mala costumbre que tengo - un área de mi cerebro que se dedica a armar historias...) cuando entró una brisa de aire fresco y recordé lo que mil veces he aprendido y repetido: ser feliz es una decisión. Quizás es la opción más importante de todas. Y cuando algo nuevo llega a nuestras vidas, no se trata de sobrecargar nuestra mochila de expectativas y promesas. Es justamente lo contrario: se trata de soltar las amarras, y simplemente ser felices.
Si lo vemos de otra manera, es como tener una copa en la mano. Alguien se acerca ofreciéndonos agua. Se ve fresca y sin tocarla nos imaginamos la sensación del primer trago en la boca. Extendemos la mano y nos sorprendemos al ver que el agua se va poniendo roja al tocar la copa... Olvidamos limpiarla antes; tenía restos de otras tardes y sabores. Y es que no podemos disfrutar el agua si no la probamos ligeros de equipaje; con nuestra copa limpia y sin buscar nada más que agradecer la dulzura del regalo que nos ofrecen.
Este año empezó con un regalo. No cualquier paquete lleno de cintas, sino uno de esos que tienes que deshojar de a poco; descubrir con cariño, reconocer con el tacto y atesorar como único. Acabo de limpiar mi copa, llenándola con el agua cómplice de los que saben que compartir es una convicción; que querer vale la pena; que la felicidad es una certeza personal y los abrazos son milagros que entregamos sólo cuando estamos completos.
Im pre si o na da.... Mostra!
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