La violencia nos indigna, mata, carcome y duele. Sangramos profusamente y sentimos cómo se nos va de las venas el rojo de la vida. Las lágrimas no se sostienen en nuestros ojos y sin importarnos la hinchazón y el cansancio propio del llanto, nos desbordamos en un intento por entender qué fue lo que pasó.
Mataron a Facundo Cabral. Pero que no nos maten el alma, ni el canto. Que no nos maten la valentía de seguir como Quijotes peleando por un mundo en el que valga la pena vivir; donde la capacidad de asombro no se pierda, donde nos levantemos en armas cuando alguien o algo toca o simplemente roza el derecho a la vida de otro.
El miedo nos congela porque nos convence de que ese frío nos calará los huesos y que si nos movemos, perderemos la pelea por continuar respirando. El miedo no sabe que igual como el hielo, se derrite. Se desvanece con nuestra ira que llena de calor nuestra piel y nos moviliza a no olvidar y gritar tan fuerte que nos escuchen en todos los idiomas.
Guatemala, México, Venezuela y el mismísimo Chile. No permitan que nos callen el canto.
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