Hace bastantes años atrás miraba por la ventana de mi habitación, en un piso 9 en San Telmo, en Buenos Aires y veía el río, el Río de la Plata y me preguntaba a mí misma, dónde estarán los barcos, los barcos que me lleven a casa -donde quiera que casa esté-. Dónde estarán los puentes, los puentes que unen las tierras.
Luego vi barcos y vi puentes. Habité casas.
Algo que no puedo definir me une a la idea del partir, del irme y del llegar. El mundo y su gente siempre se han presentado ante mí invitadores. Las geografías, atractivas también, no han tenido tanto peso en mi vida como las personas y las moradas que encontré en el camino. Los hogares que me abrigaron y han contenido un alma inconformista que enfermamente busca y que no se deja y no quiere ser curada de la ansiedad que estas búsquedas implican, tampoco han podido detener estos pies exploradores y estas zapatillas sedientas de eso, de vos y de aquello.
Sin cura, repito hasta el cansancio y sin susto, me he embarcado a viajar la vida, haciéndole frente al miedo (como diría Marce) porque para estos andares, hace falta tirarse de cabeza sin que importe lo que hay debajo: porque un loco, se tira creyendo que debajo hay aguas cálidas…amnióticas.
Sin cura y sin remedio entonces, con los bolsillos vacíos de pócimas y polvos mágicos hoy vuelvo al sur, como dice el tango, volvemos al sur, a nuestros sures, que comparten latitudes, pero no longitudes.
Eso sí, vuelvo –volvemos-, pero sin detener el paso. Enferma y sin cura la búsqueda progresa y, si he de brindar alguna vez por una enfermedad, seguramente lo haré por esta, pues los pasajes más oscuros de mi vida han estado relacionados con no saber que buscar y quedarme quieta, a la orilla del camino, sin más cobija que unas dudas enmohecidas.
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