martes, 25 de enero de 2011

Las fórmulas de la felicidad (y de la locura)


Érase una vez… el día que perdí la poca cordura que me quedaba.  Sin saber cómo, me vi parada e inmóvil frente a la pizarra blanca y limpia de mi oficina (lugar en el que hasta hace poco fingí con dotes histriónicos increíbles estar adaptadísima al mundo corporativo…) con la mente absolutamente en blanco. Si hubiese estado meditando, eso hubiese sido cosa buena.  Pero era todo lo contrario.  Sobre mi lista de pendientes aparecían como monstros animados, violentos y lapidarios, las letras de la palabra “propuesta para hoy” (en rojo y con destacador amarillo, claro…).

Llevaba exactamente diez días viviendo en un país donde todo lo que mis labios probaban, ardía (sí, la autoflagelación por el picante se volvió adictiva, pero eso es tema distinto…) y aún no lograba digerir ni el sistema, ni la gente, ni el lenguaje.  En ese estado de desconexión tan absoluta, mi mente divagaba en cómo pararme frente a respetados directores de empresa y decirles en mi acento chileno con fuerte influencia cubana que fueran “bien lindos” y confiaran en mí…

Y entonces sucedió: fórmulas; letras y números.  En estado catatónico tomé un plumón y en mi mente, asigné una letra a cada asunto/personaje que debía involucrar en el plan. Y comencé a escribir fórmulas.  Desde lo básico (A+B, alianza estratégica básica) hasta las más elaboradas (si la elevabas a la potencia por un negativo era generar desinterés, mientras un positivo era fidelización y así sucesivamente…).  En un momento, entre todos esos garabatos, ahí estaba: mi plan.

Las fórmulas se transformaron en un hábito, en una locura necesaria. Me volví creyente en los logaritmos, las proporcionalidades, las potencias, las fracciones y hasta del binomio de Newton. En la incomprensible maraña de mi mente, el tener una fórmula me hacía sentir más segura: yo no lo estaba inventando – esto era matemática, eran fórmulas, era de verdad, verdadísima. Era mi droga, y funcionaba bien.  Y es así como salía siempre con un papelito arrugado en mi bolsillo:


Es increíble como el hecho de sentirse desasociado completamente de tu entorno, obliga a la mente y al alma a buscar fórmulas para sobrevivir.  Mientras la mente abraza los esfuerzos de adaptación, el alma se queja, refunfuña, grita, llora, sangra y luego se ríe de la propia ingenuidad.

Hace unos días, tomé la pluma y frente a un papel grisáceo tuve la intención de buscar el algoritmo de mi templanza; de la serenidad que necesito para vivir estos días en que dejo mi autoexilio y vuelvo a una tierra que es mía pero que no conozco (y a ratos, tampoco entiendo). 
Y lo único que me salió fue esto: A… Amor por mi locura, elevado al amor por los locos de mi vida y segmentando con la búsqueda de una soledad compartida. Ahí vamos…

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