Reniego y me retuerzo frente a los adioses. No es que ya sean muchos. Es solo que la espinita esa que se te clava justo en el centro del pecho y no te deja respirar es bastante dolorosa. Recorro con cuidado unas cartas amarillas (como las de la canción…) mientras se me escapa una lágrima. Es la pluma de mi abuela. Entre los papeles, una tarjeta pequeñísima con una dulzura sin límite se lee: “Te mando todo mi cariño, con los mejores deseos de que se cumplan tus sueños de amor y salud y paz, tan necesarios en este mundo…”.
Conciencia de los milagros, el arte en la retina en las manos que tomaban el pincel y tocaban el piano haciendo parecer todo tan, tan simple. De carácter fuerte, dura de cabeza (dicen que lo que no se hurta, se hereda, y voy aprendiendo de dónde vienen mis mañas), su amor hacia mi abuelo no era ciego sino incondicional, cómplice, dulce y simple. Esa forma de querernos a todos, es, sin duda, su legado más precioso.
No me despido de mi abuela. Sólo le pido que me espere al otro lado, o que me encuentre en otra vida, o que vuelva a darse una vuelta por esta cuando no tenga nada mejor que hacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario