miércoles, 23 de febrero de 2011

La locura original


¿No se han preguntado alguna vez por qué tienen la personalidad que tienen? ¿Cuál fue la moldura original de su carácter? Un amigo, preocupado por mi obsesión tanto por la historia propia como por la común, me “donó” una serie de textos sobre el desarrollo de la personalidad. Una tarde, sentados con el café humeante en la mano, me confesé: “no le creo a tus libros”, le dije, “la parafernalia psicológica que hay ahí no admite que a uno las cicatrices de la vida lo moldean y hasta lo determinan.  Un loco que nace loco no muere siendo el mismo loco que nació; puede que siga loco pero es realmente otro.”

La cuestión es simple: recorriendo las calles de la ciudad que me vio nacer, me doy cuenta que me siento tan extranjera como en otras con las cuales me estaba encontrando por primera vez. Y es que no tiene que ver con el reconocer o no el nombre de la avenida; es más el reconocer el por qué de las risas o interpretar las razones tras los ceños fruncidos de la gente que te rodea. Trato de conectar mis propios desvaríos personales con la gente que veo pasar cerca; en algunas encuentro un recuerdo; en otras, un silencio propio de esos vacíos profundos.  Y de pronto entiendo algo que quizás debí saber siempre: somos producto de nuestra historia en esta y otras vidas. Nuestra locura proviene de la certeza que nos aferramos a las vivencias compartidas, a los dolores mutuos y a las risas cómplices.  Ahí está el origen, la locura original.

Ya con esto en mente, finalmente y tras un recorrido no menor, dejo el status de extranjería en el primer montón de basura que veo, y sonrío. Y es que en el mundo de los que comparten mis pasiones y aprehensiones, no soy un ente ajeno.  Soy de ahí; pertenezco a quienes se alucinan con los ángulos de las sombras; que cuestionan todo sólo porque uno puede; que persiguen la acidez de los comentarios porque son el reflejo de mentes brillantes… Y ya sintiendo que un esbozo de sentido de pertenencia se va asentando en mis zapatos, camino tratando de redescubrir la forma de mis propias pisadas.

Por primera vez en muchos años dejé de sentir que el tener una maleta al lado significa que estoy de viaje. Ahora soy ciudadana del mundo de los locos (mis locos, los locos como yo, claro…). Santiago se abre ante mí como un laberinto que me entretiene el alma, y universo ya me ha regalado el encuentro con seres de mi especie.  Seguro hay más escondidos en los rincones.  Seguro que si no me escondo, ellos también me verán a mí…

martes, 8 de febrero de 2011

El desangre


Buscar inspiración para escribir en un aeropuerto puede ser una de las cosas más bizarras que puede hacer uno.  Pero dadas las circunstancias, aplica.  Fue en el medio de este recinto cuasi hospitalario (¿Han visto las similitudes en la elección de texturas y colores? Es una cosa impresionante…) que hice un hallazgo único en mi propia historia.  Resulta ser que soy mucho más frágil de lo que pensé.  El descubrimiento es escalofriante: me desangro. 

En efecto, no es sólo que sangre; me desangro. El proceso es doloroso, casi un acto de perdón al cosmos que te cobra con espinas cada atentado a la cordura (cosa común en los locos). Es así: se me aprieta el pecho, y cuando cierro los ojos para no seguir llorando, veo (sí, literalmente veo) como el alma con una forma casi etérea se contorsiona para evitar que se le vaya todo el líquido rojo que la hace fuerte. Y el rojo se desparrama por todo el cuerpo; tiemblan las rodillas y las manos se vuelven inútiles. Ni qué decir de la voz – desaparecen las palabras, como si por una cuestión de sabiduría de la naturaleza te quedas mudo y sólo hablan los ojos.

Yo me creía fuerte. Y resulta que la cosa no es así. Vaya uno a entender esto a estas alturas…

Me desangré en el aeropuerto.  He partido muchas veces, y aunque suene como canción, esta vez, por primera vez, el sangrado fue desangre. Las separaciones son difíciles, pero te fortalecen.  Sin embargo, esta vez tuve la certeza que esto era el cierre de un ciclo – el comienzo de una vida nueva anunciada con bombos y platillos, precedida por un acto de sacrificio. Así como las semillas, nos negamos (me niego) a entender que para poder nacer hay que morir.

La última despedida fue la más difícil. Ya de frente a la puerta de migración, recordaba las palabras de mi cómplice de locuras, Ele, que con toda la sabiduría de quienes entienden y viven estas cosas, sólo me dijo: “fuerza, nada más fuerza”. Pero despedirme fue el momento cúlmine de mi desangrado. ¿Cómo da uno las gracias, en sólo minutos, por años de cariño y contención? ¿Cómo profesas lealtad dentro de tu propia locura? ¿Cómo haces desaparecer las cordilleras de distancia para decir que siempre vas a estar cerca?

Y entonces recordé las palabras del más loco de los sabios: “El retirar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza” (El Quijote de la Mancha).

Una parte de mí se aferra al Quijote, y es en la calidez de la locura de sus palabras que me arrullo en el medio del aeropuerto esperando tener la templanza para no soltar mi frasquito lleno de esperanza.