lunes, 9 de mayo de 2011

Yo finjo demencia, tú finges demencia, nosotros fingimos…

Cuando nos piden una definición de cómo somos o por qué actuamos de determinada manera, no es raro que la opción sea usar una frase conservadora, nada profunda pero que definitivamente aparenta un nivel de conciencia elevado: "es que soy reflexivo...".

Ya Reflexivo... ¿Frente a la maldad universal? ¿Todo lo que pasa y no entendemos? ¿La lista de nombres en nuestra libreta telefónica?

Probablemente. Lástima que por lo general este ejercicio es nulo cuando se rata de un análisis personal. Claro está, no para auto-flagelarnos. Para eso muchos de nosotros somos unos expertos. El sentido trágico de la existencia es un bien en abundancia lejos de estar extinto parece epidemia. Por el contrario, la reflexión sobre quiénes somos es desestimada y subvalorada.

El derecho a ser uno mismo es intransable. Más bien, jugamos a la oferta y demanda con él cuando realmente no tenemos derecho a anularnos (legalmente sí, quizás, pero para el alma esto califica de atentado terrorista).

Cuando uno vive fuera de su terruño, el rescatar las raíces afincadas en el alma es un mecanismo de sobrevivencia. La única forma de resolver las adaptaciones, asumir una cultura ajena y gozarla, aprender y nutrirte, es asumir el quiénes somos y qué queremos. Es que necesitamos tener una plataforma base sobre la cual construir nuestros sueños exportados.
Ahora, en el regreso, me doy cuenta con un grado no menos de escalofrío que uno es un mercenario de su identidad. En el minuto que sentimos la confianza de la tierra propia sobre nuestros pies, transamos lo que realmente somos con la excusa del bienestar o sobrevida de nuestras relaciones. No nos atrevemos a verbalizar lo que queremos por temor a mendigar cariño o cercanía. Nos asusta el escribir un te quiero porque en nuestra mente no es sólo señal de vulnerabilidad sino que podemos asustar al otro con sendas frases comprometedoras.

Quizás no es la forma académicamente correcta de decirlo, pero por favor, que les valga un carajo...

Hasta cuando vamos a seguir con formalismos afectivos absurdos. Tanto se habla de la "insoportable levedad" de la carne y del alma. Es tan frágil esta pasada y no tenemos el coraje para vivir y decir lo que sentimos. Una declaración de afecto no es un compromiso de vida. Es sólo eso cariño sincero, intensión de amor. Lo que pase con eso sólo lo sabe el tiempo y o se trata de ponernos graves y tratar de predecir el futuro. Preferimos callar el dolor de la piel y de las manos.

El derecho a ser uno mismo es una responsabilidad. Una responsabilidad con el alma y con nuestros propios ojos, que a diferencia del resto de nuestro cuerpo, no saben fingir demencia.

martes, 3 de mayo de 2011

Lo siento, yo no creo en las despedidas…


Reniego y me retuerzo frente a los adioses.  No es que ya sean muchos. Es solo que la espinita esa que se te clava justo en el centro del pecho y no te deja respirar es bastante dolorosa.  Recorro con cuidado unas cartas amarillas (como las de la canción…) mientras se me escapa una lágrima.  Es la pluma de mi abuela.  Entre los papeles, una tarjeta pequeñísima con una dulzura sin límite se lee: “Te mando todo mi cariño, con los mejores deseos de que se cumplan tus sueños de amor y salud y paz, tan necesarios en este mundo…”.

Conciencia de los milagros, el arte en la retina en las manos que tomaban el pincel y tocaban el piano haciendo parecer todo tan, tan simple.   De carácter fuerte, dura de cabeza (dicen que lo que no se hurta, se hereda, y voy aprendiendo  de dónde vienen mis mañas), su amor hacia mi abuelo no era ciego sino incondicional, cómplice, dulce y simple.  Esa forma de querernos a todos, es, sin duda, su legado más precioso.

No me despido de mi abuela. Sólo le pido que me espere al otro lado, o que me encuentre en otra vida, o que vuelva a darse una vuelta por esta cuando no tenga nada mejor que hacer.