jueves, 28 de abril de 2011

Crecen las raíces



Es curioso. Cuando regresé pensé que los primeros meses de apego a mi tierra iban a ser lo "justo y necesario" para hacerme propietaria de mi espacio vital. Y resulta que por azares y cuestiones del pan (entiéndase trabajo, es decir, lo que da para comer) me he pasado más tiempo fuera. Sin embargo, miro las plantas de mis pies y tímidas se asoman las primeras garras de mis raíces que quieren asirse al suelo al que otra vez, voy llegando. Sin regarlas mucho, pintadas de verde furioso, están comenzando a crecer.


Lo que me parece más irónico aún, es que ha sido en la distancia donde más he sentido los dolores del aferre al terruño.  Caminaba por Ciudad de Guatemala, sintiendo el clima tibio y húmedo y ese sol que no es que te toca sino que te acaricia, y en una de mis tantas respiraciones, apareció: doña nostalgia.


Extrañaba mi casa. Mi recién montada biblioteca; mi cama grande para dormir atravesada. Me hacía flata levantar el teléfono y llamar a mi viejo, preguntarle si me acompañaba a almorzar o nos apurábamos juntos una cerveza. Locuras, apuros compartidos. Ahí estaba esa sensación que se me había hecho ajena durante tantos años. Son esbozos del arraigo.


Una cosa es aprender a valorar lo que se tiene, y otra muy distinta es gozarlo. Mientras caminaba hice un llamado desesperado a mi locura para que se haga cargo de eso. Vivir intenso y fuerte. No sólo saber que es un milagro subvalorado el tener a alguien cerca, o que se siente bien querer... Sino abogar por la compañía de quienes nos sacan las caretas y liberan nuestras pasiones. Por el goce de las conversaciones cómplices y lo divino que puede ser compartir un café y un cigarro.


Me duelen la planta de los pies. Pero el contacto más profundo con la tierra (no sólo el caminar sobre ella...) me está dejando sentir otras cosas. Y la primera regla para seguir arraigándome parece ser el no tomar el arraigo tan en serio. Disfrutar lo simple y aprender a pedir sin pudor lo que uno quiere.


En un museo de la Antigua Guatemala, se lee el siguiente trozo de una carta escrita por Efraín Recinos:


"El motivo de la presente es manifestarle que estoy enamorado de usted, y  quiero que sea mía lo más pronto posible. Mis intenciones son serias y pueden resumirse en los reglones siguientes:  No me importa su alma a cambio de algo. Eso son cosas de las antiguas cúpulas de poder infernal. A mí lo que me urge es su cuerpo (espero no me interprete mal)..."


Hay que admitirlo. Ese grado de conexión con el alma y el deseo, sólo es propio de quienes tienen unas raíces de lujo...


martes, 12 de abril de 2011

Música anti-malas costumbres



If God is a DJ, life is a dancefloor, love is a river, you are the music… Así figuraba yo cantando (concentrada, por cierto) mientras la máquina del gimnasio marcaba las millas (no entiendo por qué no kilómetros) que llevaba recorridos y las benditas calorías quemadas (ni la mitad de las necesarias, claro). Y siguiendo en el “modo desvarío light”, me di por satisfecha con la escalada virtual y caminé por el hotel con cara de satisfacción.

¿Se han dado cuenta la cara de drama permanente con la que caminamos por la vida? Yo seguía con la música en los oídos y la dicotomía entre el ánimo del alma y las caras que veía era severo.  Pensé que quizás no había leído bien las noticias.  ¿Me habría saltado la catástrofe del día? Me apuré al alto de diarios del lobby. Nada…

Seguí mi recorrido al cuarto, y más caras largas. Tristes, consternadas, aprehensivas. Suspiré. ¿Será que tenemos apagada el alma? Parece que el hecho de respirar y estar vivos no era suficiente para cambiar el ceño fruncido de los habitantes de mi planeta.  La misma escena se repitió en el comedor, donde los olores de un desayuno, aroma a frutas y un café divino, no calzaban con la mirada medio perdida y las caras pálidas que deambulaban en busca de una tostada más.

Tenemos la mala costumbre de siempre encontrarle el lado trágico a la existencia. Qué obsesión desarrollamos por el drama.  Pareciera que nos gusta decir que estamos “pasando por un momento difícil”, o señalar que “es de los momentos más duros de mi vida”.  Y puede ser verdad; puede ser un momento terrible – pero hasta para sufrir hay que calcular los tiempos.  No todo puede un apaleo a nuestra capacidad de ser felices.

Y me acordé de la canción del gimnasio. Se nos olvida cantar (a gritos, a toda garganta a falta de entonación). Se nos olvida pedir besos simplemente porque son ricos; pedir abrazos sólo porque nos gusta la cercanía de la piel de otro; pedir sonrisas porque son contagiosas y le hacen bien a la memoria (provocan amnesia momentánea de todo lo que nos da fastidio).

If God is a DJ, life is a dancefloor, love is a river, you are the music… Uff. Me lo voy a tomar en serio. A bailar pues…

sábado, 2 de abril de 2011

Tres grados fronterizos...


Estábamos conversando con un buen amigo que vino por unas horas a mi ciudad, y caminábamos tratando de encontrar algún rincón para darle la batalla al hambre y una michelada para recordar viejos tiempos.  Y como siempre, el “¿a quién has visto?” fue conversación de rigor en la introducción de la jornada.   Pocas palabras después, terminamos filosofando (para variar…) de cómo algunas fronteras ponen a prueba la incondicionalidad de los amigos, de la entrega, del cariño.

Fronteras – es un concepto absolutamente subvalorado e incomprendido.  Nuestra mente suele ser tan básica para pensar. Frontera = límite fronterizo.  Pero esas murallas no sólo dividen naciones sino dividen almas.  Y en nuestro andar (o pasar, como se quiera ver…) por este mundo, ponemos a prueba constantemente nuestra capacidad de jugarnos por nuestros amigos, afectos, amantes y sueños.

La distancia suele ser la primera y la más simple de todas las fronteras.  Vemos a esa persona caminar por el pasillo y alejarse; o esa mano que se despide camino a un vuelo, y nuestra alma se aprieta fuerte y sangra. ¿Es la última vez que te veo? ¿Podré volver a tomarme un café contigo? Y como bien dice Sabina, lo peor de las ausencias son los espacios que hay que ventilar.  Y así es que uno abre las ventanas en un acto desesperado…

Si bien tenemos armas contra la distancia, y nos las arreglamos para hacernos presentes de un modo u otro, el tiempo, la segunda frontera, es más implacable.  De pronto abres la puerta, y ves ese rostro que no has mirado en veinte años.  Viene el abrazo, los primeros gestos de reconocimiento.  Y cuando estás conversando, y te das cuenta cuánto extrañabas a ese amigo, afecto, amante o sueño, te das cuenta que llegaste tarde… Que llegas de vuelta a su vida en un momento donde quizás no hay espacio para ti. Y entonces empieza ese dolorcito – y tienes que reconstruir ese lazo es una esfera de conciencia diferente.

Pero sabemos que incluso el tiempo tiene remedio.  Si nos entregamos – si realmente creemos que ese rostro que se te cruzó es un punto de inflexión – la cercanía y la presencia pueden dar la batalla – una de trincheras, por cierto.  

Quizás las vidas son la frontera más dura porque es la que uno menos entiende.  Un día, sin saber cómo, reconoces a una persona.  Así es, no la conoces, la reconoces.  En otra dimensión de entendimiento y cordura, compartieron locuras y esquizofrenias. Quizás se despidieron; y quizás no.  Y sin saber cómo están conversando como viejos amigos, o tocándose como viejos amantes.   

Y quizás lo importante no son las fronteras, sino el valor que tenemos para romperlas, atreviéndonos a encontrar al otro lado algo más de nosotros mismos.

“¿Dónde estuviste toda mi vida? -  Buscándote, porque te perdí en otra…”