lunes, 21 de marzo de 2011

Ligeros de equipaje


Muchas veces uno no se da ni cuenta cómo termina teniendo unas conversaciones intensísimas cuando la idea original era ir al cine. Y es que parece que nuestra mente es capaz de divagar de tal forma que navega de un mar a otro sin importar las tormentas que genere en el camino.  Nos juntamos para ver algo, cualquier cosa… Pero llegamos tarde, las salas ya habían comenzado hace más de treinta minutos y con un nivel de desgano no menor, cambiamos la butaca por una silla en un bar perdido y el paquete de palomitas de maíz por una michelada.  No tan malo el trueque después de todo.

Ambos hemos vivido fuera muchos años. Y ambos estamos reencontrándonos con las calles de Providencia, con sus plátanos orientales por doquier, cantantes improvisados en todas las esquinas y el aire frío que cae todas las noches, y que te tienta a salir por ahí. ¿Viste La Elegancia del Erizo? Creo que esa fue la pregunta inocente con la que partió nuestro tsunami mental.

Y claro. Yo la había visto en el cine; él la había leído.  Lo notable del tema, es que periplo por otras tierras nos hizo generar la misma lectura,  y por desborde, la misma angustia propia de los locos que se dan cuenta de que parte de su locura no tiene cura.  La Elegancia del Erizo habla de aprender a vivir cada momento con intensidad y sin miedos.  A atreverse a vivir, atreverse a sentir, atreverse amar.

¿Por qué alejarse de aquello que anhela nuestra alma y que nos grita que quiere? Tenemos la mala costumbre de ponerle un conserje a nuestros sentimientos.  Un “alguien”  llamado “mente” que decide qué es bueno sentir y qué no; qué es correcto y moralmente adecuado y qué es un acto de locura propia de los irremediablemente locos.

Es cliché; pero si la vida es un regalo, el amor es un milagro. ¿Por qué desperdiciarlo burdamente? Nuestra alma se viste de erizo: se pone espinas por fuera y por dentro se derrite y hace un esfuerzo inmenso por no desvanecerse.

No sabemos caminar  por la vida ligeros de equipaje. Cuando se vive fuera, aprendemos a estar con todos nuestros sentidos abiertos, porque nos podemos perder de una señal, una pista para entender mejor la tierra que recorremos.  Pero cuando llegamos a casa, parece que todos apagamos esos sentidos y los encadenamos para que no molesten.  Comenzamos a coleccionar piedras y las llevamos en los hombros fingiendo liviandad.

Nos perdemos tanto y tantos… Nos perdemos de la compañía de quienes amamos dándonos mil excusas de por qué no es el momento correcto. Nos perdemos de nuestro tiempo solos, porque pensamos que rodeados de gente estaremos más anestesiados y lo que sea que nos pasa, no dolerá tanto. Pensamos mucho y sentimos poco.

Caminar ligeros de equipaje es asumir que podemos ser extranjeros en nuestro propio mundo; que tenemos derecho a sorprendernos; que debemos perder el miedo a vivir y a sentir, porque si no, nadie va a conocer el alma de uno, y nos verán sólo como erizos, el agua salada pegada al cuerpo y carentes de toda elegancia…

jueves, 10 de marzo de 2011

Pérdidas y el afán de sobrevivencia



Con el ceño fruncido y sin perder la calidez de sus palabras, mi hermana me miró y con la ternura que siempre ha tenido hacia mí, me lo dijo: “las decisiones generan pérdidas, todas y sin excepción”. Santa verdad. Se “supone” que cualquiera que ha vivido dando vueltas por terruños lo sabe. Te montas a un avión, y dejas – es decir, pierdes…- las miradas de tus amigos, la calidez de las calles que conoces, tus plantas y hasta el sueño tranquilo de saber, a ciencia cierta, dónde es que te vas a despertar.

Esas lejanías son duras, pero en la cuota de locura propia de quienes nos hemos desamarrado y volado, está la capacidad de cerrar los ojos y estar nuevamente en ese lugar; tus sentidos giran con rapidez y de pronto puedes oler la masa de una arepa, o sentir el calor de un caldo tlalpeño; imaginarte en la arena blanca del mar venezolano o la lluvia en la cara que te dejan las calles de Bogotá. Uno desarrolla un instinto de sobrevivencia nuevo: el recuerdo.

En estos días, me está tocando aprender un tipo de pérdida que había olvidado existía. Sin ánimo de develar que uno se acerca a pasos agigantados a la mitad de la vida, han pasado casi diez veranos que no sentía esa sensación de ahogo; el no poder respirar profundo porque algo te desgarra tanto por dentro que pierdes el ritmo normal con el que los pulmones inspiran y espiran... Y es que en las pérdidas provocadas por la lejanía de la tierra, había algo que podía traer conmigo. Siempre podía guardar el instinto del recuerdo en la maleta y tomar el frasquito cuando la nostalgia me estuviera ganando una tarde. De vez en cuando lo hago.

Pero cuando las pérdidas son del alma, el desangre es lapidario.  Y es ahí cuando toca hacer un llamado desesperado a la cordura, pues el instinto del recuerdo que habías usado toda la vida, de cambio en cambio, es tu peor enemigo.  Un alma poco domesticada como la mía (eso ha sido otro de los recientes descubrimientos sobre mi misma…) no teme a querer, y se lanza al vacío en un acto pseudo-suicida sin medir las consecuencias. 

¿Y entonces? Pues entre lagrimón y suspiro, recordé que para las pérdidas del alma, lo único que sirve es la humildad. Humildad con la vida, que te quita lo que adoras porque sabe que no es tuyo.   Saint-Exupéry lo dijo muy bien en El Principito: "Es tan misterioso el país de las lágrimas..."  Y para ese misterio no queda más que asumir que no sabemos; que si no podemos amar ahorita, es porque no nos corresponde hacerlo.  La decisión de la vida es sagrada.

Hace unos momentos, me senté con mi alma a conversar, y le dije: “Ahora no te entiendo, ahora me dueles. Hagamos un trato…”  Y recordando al Principito, le supliqué: "Si yo te domestico, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Para mí, tú serás el alma más sabia del mundo. Para ti, yo seré única en el mundo que no te cuestiona..."  

¿Me habrá escuchado...?

martes, 8 de marzo de 2011

Mujeres de Cuerpo y Alma


Siento un afecto especial por algunas cosas, y un cariño inexplicable por algunas personas.  Pero pasión- pasión es una palabra reservada para sentimientos muy especiales.

Siento pasión por la vida.  Lo digo con convicción de espíritu y de pluma.  Y si bien no suelo hacer alarde de las celebraciones internacionales de una y mil cosas, el 8 de marzo es una excusa que no puedo dejar pasar. 

Conozco el dolor de las mujeres que pierden el cuerpo y el alma a la violencia inexcusable del verbo, y al arrebato sin sentido de un puño.

En el día en que el mundo celebra a la mujer, el llamado es a las mujeres para que se celebren a sí mismas. Que se levanten con la fuerza para marginar la violencia de sus vidas, pues no se la merecen. Para que alcen la voz para gritar – sea para espantar al que agrede o para pedir ayuda- pero que alcen la voz.  En el 100º Aniversario del Día Internacional de la Mujer, pido alto y fuerte por las mujeres de cuerpo y alma, las sobrevivientes, las fuertes, las que inspiran, las que se levantaron, las que se dieron cuenta que sienten pasión por la vida, y se aferraron a ella.

viernes, 4 de marzo de 2011

Puntos de inflexión (o la locura de los puntos de cambio...)


A ratos, tras caminar los recovecos de nuestra propia historia, el camino que parecía tan claramente pavimentado de pronto se divide en dos. ¿En qué momento apareció toda esta polvareda? ¿No era que yo ya había arreglado esta parte de la ruta? ¿Dónde está mi equipo de apoyo? Y claro, viene el frío en el cuello, la tensión en la garganta, el peso en los ojos y se nos cae una lágrima: el camino se desarmó y no supimos cómo.

Ese minuto, cuando se nos quiebra el camino, es nuestro punto de inflexión.

En mi cuerpo, yo lo siento en el pecho: esto va a doler; esto me va a quemar. Un pedacito de mí se quedará atascado aquí, en la herida misma del momento donde lo “que yo creía” se convirtió en ajeno para mí. Al eje del camino del cambio, el dolor de la rajadura de nuestra serenidad y nuestros planes no hace sino sangrar profusamente.  No es para menos. Las malditas expectativas que teníamos de nuestra historia súbitamente son arrugadas como partituras desafinadas al primer tacho a la redonda.  Le apostamos a una ruta a seguir, tomamos velocidad, aceleramos… y como en las películas, tenemos que saltar al vacío, mantener el manubrio firme y hacer el acto de fe de saltar aún más rápido para que las ruedas del carro alcancen a llegar al otro lado del puente cortado.

Los puntos de inflexión que se repiten en esta, “la vida bella”, si bien duelen, son de los momentos más potentes. Con su belleza, la vida nos abraza fuerte y nos murmura: “quiébrate, dale, rómpete, prometo recogerte una y mil veces”.  Y es que a diferencia de nosotros, nuestra alma sabe el valor real de cada opción en el camino. Si sólo pudiésemos escuchar esa voz de verdad que está dentro de nosotros mismo, el mundo sería otro.

En estas semanas, han seguido los viajes y cuando miro mi maleta veo el reflejo del punto de inflexión más potente en el último tiempo.  El regreso, el reencuentro… A eso le sumo que por más que quiero evitar ser parte de esos puntos de cambio (es sólo cansancio, no negación, lo prometo…) parece que me rodean seres viviendo en sus propios puntos de inflexión, que caminan en la delgada línea roja entre una vida y otra. Yo los conozco como espectadora de una teleserie dramática y en mi mente la cinta sigue corriendo: ¡por favor tírate a mi lado del camino!

Pero qué decir; los famosos puntos de inflexión no respetan egoísmos personales.  Si, si… efectivamente son insensibles.  No se trata de lo que queremos hacer, se trata de lo que la vida nos pone de frente con intención y alevosía. Generalmente, son dos opciones: o haces lo que se espera de ti (sí, la bendita expectativa) o haces lo que tu alma te dice que hagas.  No, no es crueldad el tener esas dos opciones. La verdad es que si fuésemos hombres y mujeres de sabiduría, sabríamos que sólo siguiendo lo que nos dice el alma cumpliremos la más grande de las expectativas y la única que realmente vale: la que tenemos sobre nosotros mismos.

Benjamin Franklin una vez escribió: “Either you write things worth reading, or you do things worth writing about”.  Cuando nuestra vida la recorremos en el camino pavimentado, hacemos lo primero.  Cuando abrazamos los puntos de inflexión, lo segundo.

Qué diablos. Me encantan las bifurcaciones…